Los veranos de mi infancia, esos veranos eternos, los pasábamos en el pueblo de mis padres. Nuestra casa, la de mis abuelos a los que no conocí, estaba en una plazuela con una fuente de caño en el medio. Allí iban las señoras a por agua para lavar y fregar. El agua para beber había que ir a buscarla algo más lejos, al pozo encalado, que sabía mejor. Aunque a nosotros no nos importaba beber del caño de la fuente. Y mojarnos. Sobre todo mojarnos. Aún cuando nos bastaba dar unos pasos para llegar a casa y beber del botijo o de la tinaja, con una taza de metal esmaltado desportillada.
El progreso, en forma de farola y jardincito alrededor, desplazó la fuente a un costado de la plaza. Para entonces prácticamente todas las casas tenían agua corriente y al caño de la fuente solo iban los niños a beber y a seguir empapándose, para disgusto de sus padres.
En Madrid han desaparecido o dejado de funcionar una gran cantidad de fuentes. Aquí el grifo de casa, las tinajas y botijos son historia, no está tan cerca para saciar la sed y hay que recurrir a un bar o la compra de agua mineral. Tampoco es habitual ver a los niños jugando a mojarse en una fuente, ni a sus padres disfrutando de un espectáculo que les trasporta su infancia al menos por unos preciados momentos.
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