A la casa de mi abuelo al otro lado del embalse sólo puedo ir una vez al año, porque cada rincón tiene una historia y el ruido producido por todas ellas me vuelven loco. Allí debajo de la higuera están congelados los veranos de mi infancia. Nada ha cambiado, todo está en la misma posición; como si las piedras, los hierros oxidados y las casas derrumbadas formaran las estanterías del museo de mi vida.
He paseado con mi padre por las fincas muertas en las que se instalaron mis antepasados hace más de cien años en busca de un territorio que colonizar. Posesiones que se dividieron en delirantes trozos de terrenos entre hermanos que tenían a su vez familias numerosas. Mi padre sabe reconocer las señales de las lindes de las parcelas de mi abuelo, cruces rascadas en el granito, comidas por el musgo. Mojones irreconocibles en el paisaje que me intenta transferir. Son terrenos con pendientes imposibles, lugares olvidados con decenas de casas inacabadas de aquellos primos que soñaron con volver a los orígenes, que se imaginaron un día regresando al reino del cardo y la víbora.
Sólo una cosa ha cambiado. Por la noche, bajo la higuera, ya no están las teas encendidas, un generador ilumina tres bombillas que dan al espacio un aire de verbena. He pedido a mis tíos que contaran a mis hijos de nuevo como fue la nave espacial que vieron sobre las montañas. El relato ha sido idéntico. Luego hemos hablado de maquis, del mítico maquis Ángel y su figura recortada a contraluz levantando su metralleta al aire y de la noche que sonó una orquesta invisible por el valle. Historias que la higuera ha escuchado mil veces y que sólo deja que se cuenten debajo de ella.
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