Leo lleva todo el verano preguntando cuantos días faltaban para el 7 de septiembre. Desde hace meses sabía que ese día comenzaban sus clases en la escuela de fútbol. Ese día ha llegado. Leo estaba tan nervioso que le costaba atarse las zapatillas. Era el único de toda la escuela que no llevaba botas de fútbol y eso me ha hecho sentir bien. Mientras el profesor explicaba las características del curso, Leo se ha sentado en el suelo rodeado de niños con las camisetas de sus ídolos. Aun no los conoce, no sabe sus nombres, pero es muy probable que alguno de ellos llegue a ser su amigo del alma de mayor.
Me he pasado dos horas en silencio viendo al grupo de niños divirtiéndose con una pelota. Los veía a ellos pero estaba jugando yo. Confieso que fui yo quien insistió en apuntarle a esa escuela de fútbol por esa manía egoísta que tenemos los padres de reflejar en los hijos nuestras ilusiones.
Dicen que fueron los mismos mayas que ahora nos tienen en jaque, los precursores del fútbol con su juego de pelota. Yo no creo que sea así, pienso que el dar patadas a una pelota está dentro del ADN humano. Como si la pelota fuera la Tierra y expresásemos con esas patadas nuestra rabia de no poder salir nunca de ella.
Sin comentarios