ARGIFRAN era el nombre del primer cine al que entré, siendo muy niño. No era un nombre cinematográfico, no hacía alusión a ninguna película clásica o actor famoso. Simplemente era el acrónimo de Argimiro y Francisca, mis tíos y padrinos, que lo regentaban.
Me acuerdo que mi tío contaba siempre que llevó la luz al pueblo. Tampoco lo decía como una metáfora de haber llevado la cultura o al menos el entretenimiento, sino que literalmente había llevado la luz al pueblo, pues con el cine llegó la primera línea de energía eléctrica.
Aquel era un lugar mágico, en el que yo me divertía en la sala de proyección rebobinando cintas o recogiendo los trocitos de películas sobrantes de los cortes y empalmes, y los restos de los carbones que utilizaba la impresionante máquina, al menos desde los ojos de un niño, para llenar de luz la pantalla. Aquel también era el lugar en el que los reyes magos recogían cada año las cartas de los niños con sus pedidos de juguetes.
El cine cerró, por falta de espectadores, en alguna crisis lejana en el tiempo y ahora sólo queda un espacio vacío, donde antes estaban las butacas de madera, con los restos de los cascotes del techo que se hundió.
Si hacemos caso a algunas informaciones muchos otros cines que ahora conocemos cerrarán y acabaremos utilizando el titulo de la canción de Aute para referirnos a gran parte de las salas donde vimos hasta hace poco esas películas que tanto nos gustaron y las que no tanto, esa obra de teatro que nos impresionó o nos aburrió, y los conciertos que recordaremos siempre u olvidamos nada más salir.
Que no cunda el pánico. Siempre nos quedará el interés general, la tristeza de algunos como noticia y colgar banderas en los balcones.
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