Ante la ley hay un guardián.
Dentro de pocas horas estaré sentado en una mesa de una terraza del centro de Madrid. Delante de mí estará X. y a mi derecha se sentará Z. Nos reuniremos allí gracias a que Z. ha conseguido que X. acceda a hablar conmigo. Es una cita que he imaginado tantas veces que algo extraño deberá suceder para que no esté dentro de las posibilidades que he visualizado. Voy con la intención de comportarme tan frío como un iceberg y ocultando mis ocho novenas partes de dolor ante X., pero una cosa son mis intenciones y otra lo que sucederá.
Es lo último que deseo, pero quizás nuestros reproches mutuos alarguen nuestra cita hasta el infinito. Puede que se haga de noche, que amanezca y que por la mañana nos pille el equinoccio de otoño sentados en esa mesa. Sería un bonito final de novela para el último verano de nuestras vidas. X. y yo discutiendo sobre el honor mientras el verano se escapa.
He dejado hasta esta tarde la puerta de la ley entreabierta. Espero que cuando llegue la noche, yo y X. alcancemos un consenso y pueda por fin escuchar las palabras del guardián de la ley:
“Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré.”
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