Hace tanto tiempo que yo ni tan siquiera había nacido. Pero imagino que para mis hermanos los veranos también serían eternos y en los que sólo había un lugar posible: la playa.
El verano empezaba el día que nos montábamos en el Seat 131 camino de Alicante y terminaba al volver a Madrid unos dos meses más tarde. Lo que había antes y después no pertenecía al verano, no era nada que se pueda recordar.
En la playa había todo lo necesario para ser feliz: libertad casi absoluta de horarios, bocadillos de atún para cenar en vez de la verdura de siempre, un montón de primos a los que no veías en todo el año y hasta alguna que otra novia.
Lo malo de este paraíso veraniego es que convertía el resto del año en un tedioso paréntesis que estabas obligado a pasar mientras llegaba lo bueno.
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