En lo que llevo de verano he tropezado hasta tres veces con el mismo escarabajo. Sé que es el mismo porque son encuentros recurrentes que se repiten idénticos a una hora precisa en un lugar concreto. La especie -ciervo volante- se caracteriza por un dimorfismo sexual muy marcado, así que es incuestionable que el escarabajo con el que me cruzo es una hembra. He averiguado que pertenece a la familia de los lucánidos y que se le considera el de mayor tamaño de Europa. También que su vida, tras la metamorfosis, oscila entre quince días y un mes. Esto quiere decir que cuando la hembra de escarabajo y yo nos vimos por primera vez -el 3 de agosto, lo recuerdo como si fuera ayer- ella era una adolescente robusta; y que si pasados unos días nos volvemos a encontrar, ella será una anciana que habrá completado su ciclo vital y yo estaré haciendo las maletas para regresar a mi piso en Madrid.
Como existe una relación de simetría evidente entre el curso de su vida y el transcurso de mis vacaciones, he introducido al insecto en un tarro de cristal para fotografiarlo. Una vez lo tuve aislado, desprendido de su entorno, me pasmó la imagen de unicidad que proyectaba. Tiene la singularidad de aquellos elementos esenciales que nos sirven para dimensionar las cosas. Lo que me lleva a pensar que el ciervo volador pueda ser una forma substancial irreductible del verano: Una “esencia”, si lo expresamos en términos metafísicos, o una “unidad estival” si lo nombramos desde el pensamiento matemático.
De cualquier manera, lo cierto es que el escarabajo y yo hemos superado el ecuador del enigma que secretamente estamos compartiendo. Los dos somos cómplices del mismo sueño: llámalo vida, llámalo verano.
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